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Convivencia, evolución y trucos de magia

Pero no es menos cierto que, en pro de una cocina menos grasa, en la nueva culinaria se ha optado por el abandono de harinas, espesantes, y grasas de toda índole a la hora de elaborar salsas. Así, se imponen los caldos y los jugos más livianos y ligeros, tan sabrosos como la salsa más potente, pero que ahora se beben más que comerlos.

Las salsas clásicas de la alta cocina se han adaptado a los nuevos tiempos, se emplea el aceite de oliva en lugar de las mantequillas, las vinagretas se reinterpretan, adquieren gran importancia los fondos, y esas salsas, en muchos casos, se asemejan a sopas y como tal se consumen. Es decir, aquellos aires franceses que corrían por las cocinas de nuestro país se encuentran en direcciones muy concretas, donde su público demanda ese tipo de culinaria. No obstante, apunta Paco Roncero desde La Terraza del Casino, en Madrid, las bases de las salsas tradicionales, los jugos de carne y pescado, siguen estando y deben continuar, porque son muy potentes, “además sería importante que los enseñasen en las escuelas, cosa que no siempre ocurre por desgracia”.

En cuanto al concepto de salsas, Roncero sí reconoce que ha evolucionado, y lo explica. “Lo que antes era una salsa, un líquido abundante, hoy es más un método de sazonamiento, aporta toques sutiles para engrandecer el plato, por lo que hay que considerarlas importantes pero evitar que sean protagonistas”. De esta manera nos habla de su cocina, donde trabajan más con jugos, caldos de pescados, además de jugar mucho con las densidades.

A día de hoy la clave está en un buen fondo, en disponer de buenos caldos de cocción (de carne, pescado, verduras…), o de un rico suquet, que sirvan de base a las salsas, que les den consistencia, liguen, las espesen o aporten textura al ‘líquido’ que se elabore. Esto es, no harina, no grasas. Pero, nos explica el afamado y reconocido Martín Berasategui, “la evolución ha sido gradual, siempre a requerimiento de los clientes y por una evolución lógica de las formas de cocinar contemporáneas… Las salsas se han ido desnudando y despojando de su carga grasa en favor del sabor nítido de los ingredientes que las componen”. No obstante, añade, “mis salsas son jugos obtenidos a base de reducción al fuego, montados con una pequeña proporción de grasa animal o vegetal, me gustan las salsas sabrosas y estiradas…”.

Salsa como aderezo
El chef vasco entiende la salsa como un aderezo dentro del plato que sirve como ligazón de los elementos que se reúnen en el plato, “no debe distraer ni destacar, el quid de la cuestión es darle el suficiente protagonismo para que haga su cometido. Y algo que no debemos olvidar –incide en esta idea– es que, para su composición, han de emplearse ingredientes nobles, algo poco habitual… pero, ¿es que existe algo más auténtico que una carcasa de gallina o un espinazo de cerdo?”.

En el caso de Paco Roncero, y en función del plato, pueden hacerlas a veces a partir de un roux tradicional, otras veces por reducción, con o sin mantequilla, con algún tipo de grasa… “bueno, y luego están las que cortamos con aceite porque queda muy bonito visualmente y es estupendo el aroma y sabor que proporcionan al resultado final. En realidad, el concepto de la salsa ha cambiado tanto que da para escribir un libro”, reflexiona en voz alta.

Polémica química
Y es que en este contexto de menos grasas se ponen de moda productos no naturales como la goma de santana, una especie de polvo blanquecino, extraído de una bacteria, y que hace las veces de espesante, emulsionante, que sirve para ligar los ingredientes pero que no aporta color, sabor ni aromas, ni tampoco caloría alguna. Uno de esos productos, por otro lado, que en su momento provocó voces como la de Santi Santamaría, al denunciar que el empleo de este tipo de sustancias químicas suponía un riesgo para el consumidor, con la reacción a la contra de muchos cocineros representantes de la alta gastronomía. Por tanto, que quede claro que esta goma no es tóxica y se emplea de manera habitual, como nos reconoce el mismo Paco Roncero. “Las texturas de las salsas han variado, pues de usar mantequillas o maicenas ahora emplean productos más neutros como la santana, o técnicas, que no son una salsa propiamente dicha pero cuyo resultado sí se considera tal. Me refiero, por ejemplo, a cuando hacemos un aire, que dejamos caer un poquito buscando que quede cremoso y sí recuerde una salsa”.

De una forma u otra, el papel de una buena salsa en la cocina es realzar los alimentos que acompañan, presentándose en las texturas más variopintas, pues pueden ir desde un caldo sopero a adquirir la consistencia de un puré, pues su, a priori, característica ‘liquidez’ se hace sólida en infinidad de ocasiones, y ahí tenemos todo el recetario clásico tradicional para corroborarlo. En este sentido, Fernando Pérez Arellano, del restaurante Zaranda (ahora en Mallorca), nos recuerda que, al ser la nuestra una tradición más de guisos, inicialmente las salsas salían de la propia elaboración, no era que hubiese una intención previa sino que, por defecto, esas salsas para mojar surgían del mismo guiso.

En su caso, y ahora desde el Hotel Hilton Sa Torre, en Llucmajor, Pérez Arellano trabaja mucho las salsas porque le gustan, para él son muy importantes en cualquier tipo de plato, o al menos para la cocina que realiza, elaborada, asentada en el producto pero de base clásica. “Siempre serviré una carne con su propio fondo, pues deshacerme de huesos del animal que voy a servir me parece un error, pero es una visión personal, un planteamiento de cocina. Mi intención es ofrecer, de este modo, el animal lo más ‘íntegro’ posible, al igual que el pescado. Ahora que estamos en Palma, donde son típicas las sopas secas, una especie de pan empapado con una salsa, hacemos nuestra interpretación con salmonete. Le preparamos un pequeño aliño con su hígado y tomate, y luego un suquet con sus espinas, al que añadimos unos taquitos de brioche, que pasamos por sémola para freírlo y que quede crujiente. Y lo terminamos con unas verduras por encima”. Intenta que cada alimento vaya acompañado de su propio jugo, con lo que sus salsas están basadas en fondos, “para mí son imprescindibles, y luego considero elementales, por ejemplo, la holandesa o la mahonesa”.

En el caso de Berasategui, apunta como sus salsas fundamentales la negra del chipirón, la roja de la vizcaína, “que debe su carácter a la pulpa del mejor pimiento choricero”, señala, la blanca del pilpil, una emulsión “imposible” de gelatina de pescado y aceite “y, por supuesto, la salsa verde, que es la expresión máxima de una salsa tótem, única en el mundo. Luego, no puedo olvidarme de salsas frías como la mahonesa, el all-i-oli, el romesco o los jugos de carne asada, obtenidos a partir de huesos y espinazos asados en el horno, domar este tipo de salsas me encanta y supone un reto que me gusta superar día a día, en mi cocina”.

Frío y calor
Desde finales del siglo XVII se ha pretendido clasificar las salsas, comenzando por distinguir entre frías y calientes, y en las segundas entre blancas (bechamel, velouté, o la salsa bearnesa, emulsionada con mantequilla y yema de huevo) y oscuras como nuestra salsa española o de la de tomate. Históricamente, el empleo de las salsas en la cocina francesa data de la época medieval, pero es en el siglo XIX cuando se tiene la certeza de que las salsas eran uno de los pilares fundamentales de la gastronomía. De este modo, la creencia más extendida es que las salsas madres nacen en la gastronomía francesa; al menos fue Marie-Antoine Carême (1784-1833) uno de sus principales investigadores, quien las clasificó en cuatro familias: española (considerada por muchos expertos la madre de todas las salsas, consiste en caldos oscuros de vaca, ternera, etc.); velouté (caldos ligeros, por ejemplo de pollo o pescado); bechamel (harina, mantequilla y leche); y alemana (huevo batido y zumo de limón). A partir de ellas, vendrían las derivadas de cada una de esas cuatro. Así surge lo que se va a conocer como el sistema francés de salsas.

Después, ya entrado el siglo XX, y con la implantación de la nouvelle cuisine, sería el chef Auguste Escoffier quien revisa esa clasificación e incluye la de tomate, además de reemplazar la alemana por holandesa y la mahonesa. Una clasificación que, a día de hoy, sigue siendo válida para la mayor parte de los cocineros. Por tanto, tenemos cinco salsas madre (aunque la alemana sea suplida por dos): béchamel; española; de tomate; velouté, y mahonesa (huevo, aceite y vinagre o jugo de limón) y holandesa (similar a la mahonesa pero tibia, y lleva también mantequilla, sal y pimienta), de las que después han ido surgiendo, y continúan haciéndolo, variantes innumerables, o han dado pie a nuevas creaciones. Además, todo buen cocinero que se precie de serlo debe demostrar su habilidad para elaborar salsas, un básico de toda cocina. Fernando Pérez Arellano asegura que la cocina de base que hacen casi todos los cocineros tiene influjo francés, “otra cosa es que la tendencia, durante largo tiempo, ha sido emplear las salsas para enmascarar un producto de calidad cuestionable”, con lo que eran más protagonistas las salsas que otra cosa. Pero hoy se trabaja mucho sobre la materia prima, tanto proveedor como cocineros, y la línea general es intentar mantener su esencia intacta, sin maquillarlo en exceso, “por lo que las salsas son más un condimento, algo que facilita la degustación, que potencia la jugosidad, que realza. Por ejemplo, a una pieza de caza, con ciertos amargos, se le puede poner una salsa con dulzor que lo va a equilibrar, lo suaviza, también para añadir melosidad, para facilitar su adherencia en la boca cuando te la comes”.

Espesado
En este sentido, uno de los procesos fundamentales es el espesado de esa salsa, que puede requerir procesos variados (colado, triturado, picado, hervido, flameado… o, como ya se ha dicho, algún elemento ‘químico’). En el caso del Pérez Arellano procura, dice, usar pocos espesantes o productos añadidos, su forma más habitual es por reducción natural al fuego, sobre todo en el caso de las carnes. Se sirve de los productos más naturales como nos explica con algunos ejemplos. “Hay salsas o caldos de pescado, o empleamos picada de almendra, con algo de pan y algún hígado, para alcanzar la textura y potenciar el sabor del caldo en sí. En otras ocasiones, como es el caso de los suquet, recurrimos a un poquito de arroz y aceite para que ayude a su conversión en algo sedoso y no graso. En un pil-pil el mismo colágeno ayudará a trabar el aceite que añadimos, y esa concentración de colágeno a través del jugo le aporta más sedosidad que textura grasa. También uso tapioca cocida, que después retiro, en algún caldo para darle melosidad, por ejemplo al de verduras (como el que tenemos de chirivías a la brasa), al no llevar productos con colágeno. En el caso de una carne asada, que carece de tendones y nervios, pues tiramos de huevos o algo gelatinoso como una carrillera o unas manitas de cerdo o ternera (o piel de bacalao, si se trata de un plato de pescados) para darle esa untuosidad”. De este modo, se deduce que las funciones de una salsa son aportar melosidad, jugosidad o untuosidad; potenciar los sabores de un plato, o condimentar, “pues quiero pensar que lo de enmascarar sea en los mínimos casos”, concluye el chef de Zaranda. En cuanto a Martín Berasategui, aboga por sus espesantes favoritos, “los purés de verdura asada, el aceite de oliva, la mantequilla de extraordinaria calidad, la sangre, los purés de vísceras, las gelatinas naturales e incluso algunas semillas debidamente procesadas”. A partir de aquí, continúa, “una buena salsa exige disfrute, doma, dedicación y mucha concentración”. “En el sabor está la clave”, concluye Roncero. JMara Sánchez

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