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“Cuando todo funciona, tocas a Dios con las manos”

En plena plaza del pueblo, una sencilla placa sobre la antigua puerta de madera de un casón indica que ese es el sitio que buscamos. Atravesamos el portón. Al fondo se intuye el verdor del jardín, utilizado como terraza y en ocasiones para servir cócteles. A la izquierda, dos puertas; las de los dos salones principales. El tercero, un reservado para doce personas está al otro lado yendo hacia el patio. Hasta el olor acompaña la vista decadente y acogedora del establecimiento, como de casa de pueblo.

Podríamos decir que Roberto Rodríguez, que estudió económicas, fue a caer al mundo de la gastronomía “de una manera bastante prosaica”. “Mi suegra perdió a su marido y su hijo, y a los pocos meses comenzó a montar el restaurante en Medinaceli. Nosotros tomamos la decisión porque no veíamos claro que pudiera salir adelante”. Posteriormente, se trasladaron a Marchamalo y en el intervalo, pasó unos meses en Zalacaín.

En estos momentos lleva enganchado al oficio catorce años, manteniendo una clientela que en ocasiones se desplaza desde Madrid exclusivamente para comer en Las Llaves. Todo esto no extraña cuando se le oye elevarlo a la categoría de experiencia religiosa: “Cuando todo funciona, tocas a Dios con las manos”, sentencia el cocinero. Y no se refiere únicamente al contenido de los platos, sino a todas las piezas del engranaje. Para Rodríguez un restaurante es mucho más que comida: “Aquí eres el anfitrión de unos clientes, alquilas un ambiente, un buen rato”. Incluso asegura que en el día a día “lo más complicado es conseguir coordinar un equipo de gente”. En su caso, ocho personas.

Una visión práctica
Sin embargo, la cocina en sí tiene poco de místico para este gallego que transmite pragmatismo por los cuatro costados..

Opina que un negocio como el suyo “está bien para vivir cómodamente pero a mí me interesa mucho que mis hijas me conozcan. Quiero vivir de esto pero no como para sacrificar otras cosas”. Y cree que eso es precisamente lo que ocurre cuando las pretensiones de un cocinero son demasiado ambiciosas. Así la pareja – María trabaja en sala – ha llegado a un equilibrio entre la atención que merecen sus clientes y el tiempo que dedican a su familia. Pueden “permitirse el lujo” de no abrir de lunes a jueves por la noche, cerrar los domingos, todo agosto, Semana Santa y algunos festivos.

En la carta, que varía sustancialmente unas tres veces al año, Rodríguez busca una armonía y variedad: “Riqueza de productos y de técnicas es lo que te puede ofrecer la carta de un restaurante”. Y piensa además, que aunque son muchos los que se llenan la boca con estas palabras, en realidad “técnica tiene poca gente”.

Vuelve a insistir en su concepción terrenal de lo que es la gastronomía asegurando que “buscar nuevos sabores, texturas, etc… es el día a día del oficio, pero la cocina no es metafísica (…) No puedes hacer una carta a base de espumas”. Huye pues de los planteamientos abstractos a base de recetas sólidas, con empaque, como las “Colmenillas a la crema” o los “Muslitos de codorniz con salsa de soja”.

Las Llaves no ofrece menú, y su cuenta le sale al comensal por unos cuarenta y cinco euros. Aparte se cobra el vino elegido entre el centenar de referencias disponibles.

Charlamos, por último, de posibles planes de introducirse en el catering o de montar un pequeño hotelito, pero el reto inmediato de Roberto Rodríguez y María González es seguir manteniendo calidad, precio y entusiasmo.l

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